El problema no es la diversidad: son los idiotas

Este artículo no es una crítica del libro de Daniel Bernabé, La trampa de la diversidad, que tanto revuelo ha causado. Para ello, debería habérmelo leído, y no es el caso. Esto es una crítica de las ideas que Bernabé explica en una entrevista hablando, precisamente, de su libro; ideas que, entiendo, forman el núcleo central del mismo. Si tuviera que resumirlas, lo haría en cinco tesis: (1) el apoyo de una parte de la clase trabajadora occidental a la extrema derecha tiene que ver con la debilidad de la izquierda; (2) la izquierda es débil porque cada vez se concentra más en cuestiones simbólicas que en políticas reales; (3) la izquierda se concentra en cuestiones simbólicas porque ha dejado en segundo plano la lucha de clases en favor de la diversidad cultural; y (4) este foco sobre la diversidad cultural dificulta el debate racional dentro de la izquierda, ya que todo se reduce a una competición entre identidades de grupo; y (5) la izquierda históricamente nunca ha sido de defender minorías, ni diversidades, sino mayorías e igualdades.

Diversidad e igualdad

Empiezo por la última tesis, donde veo dos errores. Primero: lo contrario de “diversidad” no es “igualdad”, sino “uniformidad”. El “aire de familia” que identifica a lo que llamamos “izquierdas” es, efectivamente, la igualdad, o más concretamente la defensa del débil frente al fuerte (lo cual conlleva siempre algún tipo de denuncia de las desigualdades que hacen que haya débiles y fuertes). Pero en ningún caso la defensa de la uniformidad ha sido rasgo diferencial de la izquierda; si acaso, de ciertas izquierdas que, efectivamente, han querido entender que la igualdad solo era alcanzable si los ciudadanos eran uniformes. Francia en el mejor de los casos; Corea del Norte en el peor. Los progresistas que defendemos la diversidad como valor lo hacemos, precisamente, en nombre de cierta idea de igualdad. Igualdad, por ejemplo, en el pago de los costes culturales de la convivencia democrática: si me intentas vender, pongamos, que vas a prohibir el velo islámico en ciertos espacios públicos “para garantizar la laicidad”, pues seguramente te pregunte qué piensas hacer con lo de que tu fiesta nacional del patriotismo se celebre en homenaje a Juana de Arco. Y si me sueltas que “eso son tonterías simbólicas”, te preguntaré que entonces por qué narices prohíbes el velo. Y así.

Y segundo: “la defensa de mayorías” tampoco ha sido nunca el rasgo diferencial de la izquierda. La izquierda ha defendido a mayorías cuando estas han resultado ser la parte débil de una relación desigual (los pobres, por ejemplo, que suelen ser mayoría). Pero en no pocos casos encontramos ejemplos de la izquierda en sus primerísimos tiempos defendiendo a minorías oprimidas: hasta el inicio de la Guerra Fría, uno de los rasgos que más rápidamente identificaban a un izquierdista era su oposición al antisemitismo (y mira, eso sí que es algo que las izquierdas han perdido en buena medida, para mal…). De hecho, cuando Marx decide situar a los obreros industriales como sujeto protagonista del cambio, estos son de hecho minoría en toda Europa, incluida Gran Bretaña.

Diversidad y debate racional

Respecto a la cuarta tesis, coincido con Bernabé en que es tremendamente difícil mantener un debate racional en el seno de la izquierda, y ya no digamos cuando el debate tiene lugar en el bar de borrachos, esto es, Twitter. A poco que avanza una discusión entre izquierdistas con posiciones muy marcadas en algún tema polémico (ejemplos clásicos: la prostitución, el euro o la islamofobia), no correrá mucho el reloj antes de que alguien suelte la primera descalificación personal. Incluso entre personas razonables es difícil separar la crítica a tus ideas de la crítica a ti mismo; y es obvio que Twitter está lleno de gente poco o nada razonable. Y eso, claro, tiende a crear comunidades de afinidad, tipo “radfems contra queers”, que creo que es el tipo de cosas que Bernabé tiene en mente.

Lo que no tengo nada claro es que eso sea algo particularmente acentuado en las luchas no-de-clase. Las peleas (no digo debates: peleas) entre socialdemócratas y comunistas son como algo muy clásico de la izquierda europea, incluso en aquellos casos en que entre unos y otros no hay más que diferencias de grado, al menos en el medio plazo; es decir, todos los casos desde como mínimo la caída del Muro. Curiosamente, las peleas más feroces entre unos y otros no suelen tener que ver con la “chicha” de la política económica, sino con cosas en principio bastante alejadas de la realidad del currito de extrarradio: desde que si Israel es mu malo o no tanto, hasta que si lo de bombardear a Milosevic estuvo bien o no, pasando por si la Segunda Guerra Mundial se ganó en Stalingrado o en el Atlántico. Es decir: cuestiones que tienen mucho de simbólico. Volveré sobre ello más tarde.

Y para quien esté tentado de decir “claro, es que hasta a la política de clase se le han contagiado las mierdas simbólicas de la diversidad”, le sugiero que eche un vistazo a la clase de debates que tenía la izquierda pre-Thatcher. No creo que a un obrero de Barcelona o a un jornalero de Sicilia le fuese mucho la vida en si el bueno era Stalin o Trotsky, y no obstante este fue el eje de algunas de las divisiones más amargas de la izquierda más claramente “de clase” durante los años 30. Y eso por no hablar de algunos años después: las escisiones por si somos pro-chinos, pro-soviéticos o troskos de vieja escuela. Y por supuesto, el ambiente de debate era tribal: si somos pro-chinos y dices que en tal cosa Mao se ha pasado, es que eres un cerdo revisionista al servicio del capitalismo. Eso entre gente que tenían más bien pocas diferencias sobre lo que había que hacer en sus respectivos países durante el siguiente lustro, o incluso sobre sus respectivas utopías a largo plazo. De nuevo, la discusión más agria era en el terreno simbólico. Como digo, volveré sobre ello.

Incluso gran parte de las tonterías pseudocientíficas que pululan hoy en día en la izquierda tienen sus precedentes en la izquierda más marcadamente “de clase”. A quien, como a mi, le parezca reaccionaria aquella izquierda que tacha de “colonialista” a quien critica la pseudociencia del feng shui, le sugiero que eche un vistazo a los trabajos de gente como Henri Lefébvre o el mismo Lenin sobre una supuesta “lógica dialéctica” que sería distinta, o incluso superior, a la lógica de los lógicos. O la muy identitaria distinción entre “ciencia burguesa” y “ciencia proletaria”, defendida por intelectuales comunistas como Gérard Vassails en plenos años 50, y que tuvo consecuencias muy serias para los genéticos mendelianos en la URSS. Uno de los grandes méritos de Manuel Sacristán fue, precisamente, ayudar limpiar de tonterías pseudocientíficas la atmósfera intelectual del marxismo de habla hispana durante los 70. Otro gran mérito suyo fue, por cierto, introducir en la izquierda catalana causas “no-de-clase” como el ecologismo o el feminismo. Y es que la posibilidad del debate racional dista mucho de ser patrimonio exclusivo de la política de clase.

Diversidad y (exceso de) simbolismo

Respecto a la segunda y la tercera tesis, coincido con Bernabé en que los debates internos de la izquierda están saturados de simbolismo. De “este manifiesto no lo firmo porque no sale la palabra X”. De lo que discrepo es de tres cosas. La primera, que eso sea algo particular a nuestro tiempo. En el punto anterior ya he señalado algún ejemplo. La segunda, que eso sea algo particularmente ligado a la política no-de-clase; de nuevo, en el punto anterior he dado algún ejemplo. Y la tercera: dudo que la segunda tesis acierte en la dirección causa-efecto. Es decir: no es que la izquierda se debilite por preocuparse demasiado de lo simbólico, sino que se preocupa demasiado de lo simbólico porque es débil. Declaro a mi ciudad pro-refugiados porque de hecho no tengo poder para acogerlos, y así le pego un hostión al de mi derecha. Llevo al pleno de mi Ayuntamiento una moción contra la ocupación israelí Cisjordania o contra la represión en Cuba porque sé que sobre eso mi Ayuntamiento no decide, con lo cual no tiene más consecuencias que poner en problemas al partido socialdemo o anticapi contra el que compito.

Se trata de dinámicas que cualquier militante progresista conoce, y que se acaban contagiando a todo el tejido social que se relaciona con las organizaciones políticas de la izquierda. Si lo que marca la diferencia de la izquierda no es principalmente la política urbanística sino si vamos a una mani contra tal o cual gobierno extranjero sobre el que no tenemos ningún poder, entonces ¿por qué no va a marcar la diferencia del feminismo el hecho de que te autodenomines “mujer” y no “cismujer”?

Otro asunto, claro, es que habría que precisar qué significa “simbólico”. No todo lo que atañe a la diversidad tiene que ver con cuestiones simbólicas. Que las parejas homosexuales y las heterosexuales puedan tener los mismos derechos no tiene nada de “simbólico”. Lo que es “simbólico” es si a una la llamamos “unión civil” y a la otra “matrimonio” (por aquello de no generar “tensiones innecesarias”, que diría Albert Rivera), o si a ambas las llamamos “matrimonio”. Y creo que esto es un buen ejemplo de que lo “simbólico” puede ser, también, muy importante, y que todos podemos entender perfectamente el motivo.

La debilidad de la izquierda y la fortaleza de la extrema derecha

El colofón de todo el argumento sobre la “trampa de la diversidad” es, se supone, que la izquierda ha dejado de conectar con una base trabajadora que, en un ambiente de creciente precariedad, estaría votando a la extrema derecha. El propio Bernabé reconoce que no ha elaborado esta reflexión a partir del análisis de datos. Que su trabajo es más de batalla, digamos. Bien, pero eso no impide que podamos también hacer algún contraste “de batalla”. Por lo pronto, podemos echar una ojeada a la evidencia sobre los perfiles sociales que hace dos años votaron Brexit y Trump; solo eso ya nos serviría para poner en duda el alcance de la hipótesis de que a estos fenómenos los están aupando “los perdedores de la globalización”.

Pero incluso si damos por buena esa hipótesis, la que no está nada clara es la otra: que cuando la izquierda se pone a preocuparse de la diversidad, los votos se le van a la extrema derecha. En Canadá, donde por razones históricas la izquierda está acostumbrada a tratar el asunto de la diversidad, la extrema derecha no es una fuerza política a ser tenida en cuenta. Por contra, la izquierda más rabiosamente uniformista del mundo democrático, la francesa, ha sido precisamente la primera en ver como barrios obreros enteros que antes votaban comunista pasaban a votar a la extrema derecha. Por no hablar de que la extrema derecha tuvo su mayor y más terrorífico esplendor en la Europa de los años 30, precisamente en la época en que la izquierda tenia una identidad de clase más nítida.

Esto no quiere decir que sea correcta la tesis contraria, a saber: que el no abrazar el valor de la diversidad lleve a la izquierda a sucumbir ante la extrema derecha. Lo que sí quiere decir es que tenemos motivos serios para dudar de la idea de que hay un vínculo entre que la izquierda sea multicultural-friendly y que los fachas ganen votos. Ni siquiera está claro que la precariedad tenga mucho que ver: los países escandinavos, que siguen siendo la admiración de todos por su combinación entre una economía dinámica y un Estado de Bienestar fuerte, tienen una extrema derecha electoralmente mucho más relevante que, digamos, Portugal.

Entonces, ¿por qué crece la extrema derecha? Y aún más: ¿por que en países como Francia distritos tradicionalmente comunistas están votando a la extrema derecha? Creo que deberíamos empezar por reconocer dos cosas. La primera, que no sabemos con certeza por qué en unos sitios crece la xenofobia y la extrema derecha, y en otros no tanto. La segunda, que seguramente la explicación tiene más factores culturales de los que a los progresistas nos gusta reconocer. Quizá por influencia del marxismo, quizá porque sabemos que cuesta menos cambiar una política económica que un prejuicio cultural, tenemos tendencia a pensar que la gente “se vuelve” xenófoba porque tiene hambre, y se nos olvida la posibilidad de que simplemente haya mucha gente con un grado apreciable de xenofobia “de serie”. Gente que no ve ninguna riqueza, y más bien lo contrario, en salir a la calle y ver gente con otro color de piel o una religión que hasta entonces solo había visto en la TV, y a menudo asociada a cosas feas. O gente que no tiene ningún problema en convivir con tal grupo étnico, pero que siente un miedo visceral hacia tal otro. Por supuesto, que haya una crisis económica ayuda a que esas cosas tomen intensidad, pero creo que se trata de actitudes sedimentadas por la historia que cuesta mucho más combatir que simplemente haciendo tal o cual política económica para que todo el mundo tenga casa y trabajo. Es una mierda, pero me temo que es lo que hay, y que por tanto esas son las condiciones de la lucha contra la ultraderecha.

Sea como sea, como digo, certezas en este asunto pocas. Se trata de un debate que es importante tener en la izquierda; es, además, un debate donde la izquierda debe entender que lo que funciona para contener a la extrema derecha en Londres quizá no funcione en Vic, y viceversa. Por tanto, requerirá de grandes dosis de razonabilidad, más incluso que de racionalidad, por parte de la militancia de izquierdas. Si discutimos sobre el velo islámico y al cabo de cinco minutos tu me llamas “racista” y yo te llamo “pijo buenista”, pues poco nos va a aprovechar. Pero claro, es que eso precisamente lo que pasa en los círculos de izquierdas. Lo que Bernabé critica. ¿Como intentamos evitar que suceda? La respuesta dependerá de cual creamos que es la causa. La respuesta de Bernabé será, probablemente, que estos vicios desaparecerán cuando la izquierda vuelva a poner la clase social en el centro de sus preocupaciones y disminuya su preocupación por la diversidad. Creo que ya he argumentado por qué no creo que ese sea el problema. Entonces, ¿cual es el problema?

Idiotas de izquierdas

Mi respuesta parecerá algo burda, pero tras 12 años de militancia estoy cada día más convencido de ella: el problema de los debates internos de la izquierda son los idiotas. El mundo está lleno de ellos, y las organizaciones de izquierdas no son una excepción. No me refiero a cualquier clase de idiota, sino a una muy específica: lo que podríamos llamar el idiota emocional. Gente de esta que una día conoces, otro día te cruzas por la calle sin darte cuenta y se creen que es que no quieres saludarlos porque te crees superior. Gente que entiende todas las interacciones humanas al revés, que vive obsesionada con lo que los demás piensan de ella y, para más inri, se siente culpable por ello; y para más inri de los inris, hace culpable a los demás de su sentimiento de culpabilidad. Quien esté leyendo esto y no sufra de esta clase de idiotez creo que ya sabrá a lo que me refiero.

El problema de esta clase de idiotas es que su vida es una búsqueda sin fin de atención (buena o mala) por parte de los demás. No me estoy refiriendo al típico y sano subidón que todos experimentamos cuando alguien nos dice “qué buen discurso has pronunciado”, “qué bien cantas”, “qué libro tan chulo has escrito”. Ni siquiera me estoy refiriendo a cierto grado de narcisismo. Me refiero a estar enganchado como un adicto a creerte que proyectas una determinada imagen de ti mismo que crees que en los demás va a despertar admiración, curiosidad o al menos odio; cualquier cosa menos indiferencia. La relación de esta clase de idiotas con la atención de los demás es la misma que la que tiene un avaricioso con el dinero: no es que le guste, es que lo pone por delante de cualquier otra cosa.

Esta clase de idiotas no vienen a la militancia porque tengan un interés sincero en cambiar nada. Vienen a buscar una tribu en la que detectan que pueden llamar la atención en un determinado papel, que suele ser el de guardián de las esencias frente a la corrupción del mundo exterior. No estamos hablando exactamente de trepas; los cargos solo les interesan en la medida en que comportan reconocimiento. Y no, no hablamos de librepensadores: lo primero que critica un librepensador son sus propias opiniones, y lo primero que entiende es la importancia de dudar un poco de todo. Hablamos más bien de la clase de gente a la que le gusta un grupo de música minoritario, y que no para de dar la brasa con lo mucho que mola ese grupo (“y no la basura comercial que escucháis”) hasta que ese grupo se hace popular (“se han vendido”); el mismo grado de idiotez pero trasladado a la política.

Esta clase de idiotas se agarrarán como una garrapata a cualquier cosa que detecten que les puede hacer sobresalir como alguien particularmente “duro” a nivel ideológico. Por eso, por otro lado, cuando todo el mundo parece adoptar ideas que en otro tiempo solo defendía él, se ve en la necesidad de subir la apuesta. Si ya hay muchos comunistas (o unos cuantos), pues yo voy a ser el comunista que diga que 2+2 = 4 es de burgueses, y que los proletarios necesitamos unas matemáticas proletarias. Si ya hay muchos veganos, yo voy a ser el vegano que compara el ordeñar una vaca con una violación. Con un poco de labia, el idiota de turno puede hacerse con una legión de aduladores y de detractores (ambas cosas le pueden resultar igual de placenteras).

El problema con esta clase de idiotas es que luchar contra ellos es complicado. Es algo así como intentar ganar una batalla de mentiras a un mentiroso patológico: siempre habrá una trola que te dé vergüenza decir y a él no. El idiota tratará de convertir cualquier debate en una batalla para ver quien es más idiota, donde naturalmente llevará ventaja. Al final, la actitud de la mayoría de la militancia suele ser aguantar estoicamente las idioteces y cruzar los dedos para que el idiota se calle y no haga demasiado daño al prestigio de la organización donde milite. Creo que la imagen que encabeza este artículo captura bastante bien esta realidad. Por si fuera poco, las redes 2.0 son un terreno extraordinariamente fértil para estos idiotas. El troll de Internet, cuando no es un profesional pagado, es simplemente un idiota con acceso a wi-fi.

¿Qué hacer, pues? Si una vez detectado un idiota sabemos que discutir con él no valdrá de nada, ¿como actuar? Bueno, lo primero hacerse un auto-chequeo interno para asegurarnos de que estamos realmente ante un idiota y no ante alguien que, simplemente, no piensa como nosotros. Si más allá de cualquier duda razonable nos encontramos ante un idiota o ante un grupo de ellos, mi consejo es el siguiente: pasar de los idiotas, denunciar la idiotez.

Por ejemplo: hace no mucho estuvo a punto de ponerse de moda, entre las izquierdas catalanas, el dar apoyo o credibilidad a los antivacunas “porque las farmacéuticas”. Yo llevo bastante tiempo compartiendo, en redes, artículos críticos con este movimiento, y no obstante no recuerdo haber cruzado dos palabras con ningún idiota. Si alguien ha querido hablar conmigo al respecto, he hablado; si alguien me ha empezado a soltar idioteces en plan “¿a ti quién te paga?”, lo he bloqueado. No tengo la menor esperanza de tener una conversación con él. No me dirijo a él, sino al resto de la gente. Entre otras cosas, me dirijo a quienes sufren en silencio estas idioteces y empiezan a temer si no serán ellos los que están fuera de la realidad. Ese es a mi juicio, el problema, no la defensa de cierta idea de diversidad basada en cierta idea de igualdad.

Idiotas de todas las izquierdas: uníos. Y dedicaos al parchís.

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